EL NARANJO QUE FUE LIMONERO
No hay nada más fuerte que la negación de aquello que no nos animamos a aceptar.
Miguel estaba entusiasmado. La idea de tener un naranjo en su jardín era un sueño que venia acariciando desde hacía mucho tiempo. Con todo amor y esmero, personalmente, se fue ocupando de todos los pasos del proceso. Estuvo atento al crecimiento de la planta como si en ello se le fuera la vida. Hizo todos los deberes que la botánica y el sentido común podían demandar para que la empresa en la que estaba empeñado en cuerpo y alma, llegara a buen puerto. Paladeaba de antemano los frutos jugosos que iba a sacar de aquel árbol; imaginaba la perfección de su color intenso... Primero fue un comentario que alguien dejó caer como al pasar. “Miguel, se ve linda la planta...Y cómo se parece a un limonero, ¿no?”. ¿A un limonero?, pensó el hombre. ¿Cómo alguien podría confundir su rozagante naranjo con un limonero? ¿Qué clase de conocimientos tenía como para incurrir en una confusión semejante? Ajeno a estas disquisiciones, el arbolito seguía con su desarrollo. Las murmuraciones aumentaban. “Eso no es un naranjo”, se animó alguien, ya en voz un poco más alta. Miguel ni se molestó en contestarle.
Claro que, al cabo de un tiempo, hasta él empezó a sospechar. Y continuó haciéndolo, en silencio, hasta el momento en que un par de rotundos limones asomaron entre las hojas. Haciendo suyo aquello de “no te des por vencido ni aun vencido”, el hombre se animó a confesar: “¿Puede creer que incluso sabiendo ya sin dudas que son limones, yo los sigo viendo anaranjados?”. No hay nada más fuerte que la negación de aquello que no nos animamos a aceptar. Nada, salvo la decisión de abrazar una causa perdida. Que para algunos son las únicas que valen la pena.
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